Autonomía digital y tecnológica

Código e ideas para una internet distribuida

Linkoteca. Delia Rodríguez


“Gobiernos del Mundo Industrial, vosotros, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo hogar de la Mente. En nombre del futuro, os pido en el pasado que nos dejéis en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos”. Era la Declaración de Independencia del Ciberespacio de John Perry Barlow. Falleció en 2018, y para entonces muchos habitantes del ciberespacio sospechábamos que su idea, más que ingenua o utópica, era siniestramente similar al discurso tecnolibertario. Silicon Valley, recordemos, nació de la contracultura californiana y sus contradicciones.

el espíritu de los tiempos es favorable a las restricciones parciales a ciertas plataformas, y no solo en regímenes como el chino, donde sus ciudadanos están acostumbrados a las VPN. Los motivos, aunque legítimos y normalmente relacionados con la protección de la soberanía nacional, la lucha contra la desinformación o la defensa de los menores y los derechos de autor, desatan dudas sobre si se acabarán cercenando derechos mayores, porque la ejecución es compleja y la vigilancia de los vigilantes, aún más. Europa lleva tiempo levantando muros regulatorios. EE UU (que, por cierto, podría desenchufarnos de internet en un segundo) tendrá una versión de TikTok diferente. En España nos reímos del pajaporte, pero en Francia y Reino Unido se requiere una verificación de edad obligatoria para el acceso a las páginas adultas. En este último lugar la comprobación se aplica también a redes sociales, foros y otras páginas donde los menores pueden encontrar contenido nocivo, llegando a situaciones surrealistas como una posible restricción a la Wikipedia. Nadie nos prometió que internet fuera a ser una república utópica e independiente del mundo real, pero tampoco que fuera a convertirse en el caso opuesto.

Le Cunff defiende todo lo contrario al consenso popular, que dice que para conseguir el éxito es necesario centrarse en un objetivo grandioso y dirigirse hacia él sin distracciones. Ese camino lineal, dice, favorece la presión social, el burnout, la competición y sorpresas como la que se encontró ella: un destino que la hacía infeliz. Por eso es mejor ir fijándonos en aquello que nos ilumina la mirada y probarlo realizando pruebas controladas y poco arriesgadas.

Para conseguirlo, propone realizar pactos con nosotros mismos bajo el siguiente esquema: “Haré x durante y tiempo”, donde x es algo que nos provoque interés e y una temporada corta, de hasta tres meses. Es decir, menos “a ver si voy al gimnasio” y más “iré a clases de baile dos veces a la semana durante el mes de septiembre”. Y cuando ese tiempo termine, como pequeños científicos, evaluaremos la situación.

Una meta demasiado clara nos impide ver las posibilidades que se van desplegando ante nosotros. Y, ya que vamos a tratarnos como sujetos de prueba, tiene más sentido ir construyendo el camino poco a poco, disfrutándolo, que empecinarse en alcanzar una promesa final que quizá ni siquiera exista.

Comenzamos a buscar rastros humanos en las ventanas nocturnas cuando vivíamos en Miami, donde rascacielos enteros se mantenían casi vacíos durante gran parte del año. Cuanto más lujoso era el edificio, más grande y oscura era la mancha que recortaba sobre el mar nocturno. Imaginábamos a sus dueños, fondos de inversión incorpóreos, o ultrarricos internacionales, calculando que no les merecía la pena alquilar esos apartamentos, abriéndolos solo durante la feria de arte Art Basel para volar después a otra propiedad similar en Nueva York, París o Londres. Ese Miami era una ciudad rica, y muerta. En comparación, Madrid nos parecía la ciudad más viva y divertida del mundo. Pero ahora, años después de nuestra vuelta, algunos barrios de Madrid, y de Barcelona, y de Málaga, y de muchos otros lugares, también están muertos.

Existe una teoría de la conspiración, inventada en un foro más oscuro que los intereses de las grandes fortunas, que dice que internet murió en 2016. Mitad en serio, mitad en broma, en parte locura, en parte verdad, la teoría del internet muerto defiende que los gobiernos y las grandes corporaciones mantienen a la población bajo control gracias a una red de robots e IAs que simulan interaccionar entre sí, pero que son una fachada. Distraídos, dicen sus inventores, no nos damos cuenta de que X está lleno de bots, en YouTube el tráfico falso es una plaga, Google no llega a las profundidades del internet real, en Facebook y LinkedIn se promueve el contenido generado con IA, la mitad del tráfico web está generado por automatismos, los enlaces están rotos, la web se llena de páginas de calidad pésima creadas por inteligencias generativas. Los humanos, según esta teoría, estamos encerrados en las grandes redes y solo nos relacionamos a través de sus algoritmos. Este Madrid muerto es como el internet muerto, un espejismo sin interacción humana…

En los últimos años hemos visto cómo caían uno a uno los mitos tecnooptimistas. Internet no se autorregula, no es neutro, no es fiable. Probablemente ni siquiera sea bueno para nuestros cerebros. Para mí, también cae el mito de que gracias a él puedes vivir donde quieras, de que ayudará a romper la brecha campo-ciudad. No solo no está quitando presión de las ciudades, sino que está rematando la falta de infraestructuras rurales. Es una más de las mil cosas que faltan. Debía ayudar a poblar, pero su ausencia contribuye a despoblar.

Mientras zonas enormes de España están despobladas todo sigue empujándonos a las ciudades, alimentando aún más los extrarradios que ya engordaron nuestros antepasados. Mientras permitimos que políticos y medios hablen únicamente de polémicas que solo interesan en Madrid y Barcelona, en la España vacía nada está garantizado. Lo único seguro es que cada año son menos habitantes y que los servicios que se pierden ya no se recuperan. Igual cuando acabe de llegar Internet ya no queda nadie allí para usarlo.